A las 9.30 horas de aquel 22 de noviembre el cielo estaba despejado en Dallas y, sin embargo, alguien abrió un gran paraguas negro justo en el momento en que pasaba la limusina de Kennedy. Era el único paraguas que pudo verse en la ciudad aquella mañana soleada. Y además estaba en el lugar exacto por donde pasaron las balas que mataron al presidente.
Sospechoso, ¿verdad? Le llamaron «el hombre del paraguas» y dio lugar a todo tipo de teorías: se dijo que sus movimientos eran señales para los tiradores, que aquel paraguas disparó un dardo envenenado, e incluso que se trataba de un paraguas-pistola desarrollado por la CIA a finales de los años cincuenta.
Quince años después “el hombre del paraguas” se presentó ante el comité que investigaba el magnicidio. Y declaró que lo suyo fue una especie de protesta. Una protesta visual, pero no contra J. F. Kennedy, sino contra su padre: Joseph Kennedy, embajador en Londres en 1938, y que en aquella época mantuvo una política de contemporización con el nazismo. El paraguas era una referencia a Neville Chamberlain. Tan absurdo como cierto.
Nadie ha contado la historia como el director de documentales Errol Morris en este corto de 6 minutos, que The New York Times publicó como editorial en su página web, en el 48 aniversario del asesinato de Kennedy.
Suelo proyectar este documental a mis alumnos de periodismo para explicarles que en la política, como en la vida, casi nada es lo que parece. Y que deben mantener una actitud crítica para no dejarse llevar por las apariencias. En ocasiones, la deformación de la realidad puede proceder de una imagen, como la de aquel pobre hombre del paraguas. Otras veces procede de las palabras. Como el eufemismo «daños colaterales» que casi siempre esconde la muerte de muchos civiles.
En el mundo árabe son muy frecuentes las confusiones. Tanto, que el mítico periodista de La Vanguardia Tomás Alcoverro tituló así un libro-resumen de sus crónicas durante casi cuatro décadas: “Espejismos de Oriente”. Y detrás de la alegría de los jóvenes laicos y musulmanes moderados en El Cairo puede haber otro espejismo, e incluso “una tragedia”, como titula mañana The Economist. Hay algunos datos que, por desgracia, apuntan en esa dirección:
1. Un golpe de estado sin atenuantes. Los líderes europeos sólo pronuncian las tres palabras cuando desaparecen los micrófonos, pero es evidente que se trata de un golpe militar, aunque cuente con apoyo ciudadano. Tampoco es el primero de la historia aplaudido en las calles. El Ejército ha destituido a un presidente elegido en las urnas, ha suspendido la constitución, ha colocado a una marioneta, ha ordenado la detención de centenares de militantes del partido en el poder y ha cerrado los medios de comunicación más críticos. Sólo faltaban las marchas militares en la televisión estatal para cumplir por completo el manual del golpista.
En el momento de escribir este post se están produciendo graves enfrentamientos en el Cairo, entre partidarios de Mursi y el Ejército, que ha disparado contra los manifestantes y ha matado al menos a 17 personas.
2. La legitimidad procede de las urnas. Es cierto que las opciones no islamistas sumaron más votos en la primera vuelta de unas elecciones no del todo libres y no del todo limpias, que Mohammed Mursi ganó por un estrecho margen, y que después ha intentado poner en marcha un programa de máximos que ha irritado a amplísimos sectores de la población. El ministerio de Interior reconoció que en las manifestaciones del domingo participaron entre 14 y 17 millones de personas. Eso supone casi el 20 por ciento de la población del país, contando a niños, adultos y ancianos.Tampoco nadie duda que la gestión de Mursi ha sido ineficaz y que ha empeorado la calidad de vida de los ciudadanos. (No voy a extenderme en las razones del descontento porque las pueden encontrar en este artículo de Olga Rodríguez que anticipaba el golpe días antes de consumarse). Pero parece exagerado asegurar que Mursi ha intentado transformar la república en un califato porque no controlaba el ejército, como se ha demostrado, ni el aparato judicial heredado de Mubarak. Argumentan también algunos analistas que el país se dirigía a la guerra civil o a la bancarrota. Parece difícil que un gobierno pueda conseguir ambas cosas con sólo un año en el poder. Y justificar el derrocamiento de gobiernos legítimos sólo por ineficaces sería un caos. ¿Acaso quedarían muchos en el mundo? ¿Quedaría alguno en Oriente Medio?
3. El Ejército mantiene el poder. Como siempre desde la creación de la república hace más de medio siglo. Es parte del problema, de una arquitectura institucional asfixiante todavía por desmantelar, y no puede ser la solución. Los militares gozan de un gran prestigio entre la población y ello les permite seguir siendo, sobre todo, una gran empresa que controla el 20 por ciento del PIB a base de prebendas y corruptelas. Pero es también en enorme aparato represivo que estuvo al servicio de la dictadura de Mubarak. Incluso en sus últimos días. Mientras cubría las revueltas en El Cairo hace dos años me encontré a dos periodistas de la televisión rusa Star que habían sido torturados, no por policías, sino por militares. Les vendaron los ojos, les ataron las manos por la espalda, les golpearon y les trasladaron a un centro de detención secreto donde les amenazaron con violarlos: “¿Sois homosexuales, verdad? Porque si no lo vais a pasar muy mal”. Este es el rostro del Ejército que autorizó después las pruebas de virginidad para las opositoras detenidas y que esta semana dibujaba corazones de colores con aviones sobre la plaza Tahrir.
4. ¿Auge del islamismo político? El 73 por ciento de los egipcios censuraban la gestión del presidente Mursi, según una encuesta publicada por el Egyptian Center for Public Opinion, tan lejos como el 2 de julio. Muchos de ellos, en consecuencia, no le hubieran vuelto a votar. ¿Qué ocurrirá si el gobierno impuesto por el Ejército cumple su palabra y convoca elecciones? De momento, falta saber si los Hermanos Musulmanes seguirán siendo perseguidos, o podrán volver a concurrir a las urnas. Y en qué condiciones. Si lo hacen, no es descartable que rentabilicen el victimismo, como siempre han hecho. Al islamismo político, el movimiento mejor organizado después de la caída de las dictaduras, le había llegado el momento histórico de gobernar. En tiempos muy difíciles. Por lo tanto, probablemente también de fracasar, con lo que se podría producir la alternancia imprescindible para avanzar en el proceso democrático. Un proceso que queda interrumpido.
5. El peor mensaje al mundo árabe. La bolsa de Egipto se disparó el 10 por ciento el día siguiente al golpe. Eso significa que el poder económico da la bienvenida a la subversión. Tal vez sea una de las razones que explique el encogimiento de hombros de las grandes potencias. Puede, incluso, que la economía mejore. Y que los ciudadanos vivan mejor. Ojalá sea así. Pero el golpe en Egipto, el corazón del mundo árabe, lanza el peor mensaje a otros países que todavía caminan a tientas después de librarse de los regímenes mafiosos que los han oprimido durante décadas: no sirve de nada ganar las elecciones porque a los perdedores siempre les queda el recurso a la fuerza.
Como consecuencia de todo ello me ha parecido ver, de nuevo, al hombre del paraguas en las calles de El Cairo. En el documental de Errol Morris, el periodista Josiah “Tink” Thompson dice así: “si pones cualquier hecho histórico bajo el microscopio te encontrarás toda una dimensión de cosas absolutamente extrañas e increíbles que están pasando”. De todas ellas, sólo una me parece esperanzadora: los egipcios perdieron el miedo hace tiempo y ya conocen el camino de Tahrir.
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